martes, 11 de septiembre de 2007

Lo que pasa


11 de septiembre. Seis años del ataque a las torres gemelas. Celebración de la Diada en Cataluña. El toro de Tordesillas. Los padres de la niña inglesa secuestrada que parece que son ellos los que la han matado. Mi estómago que se resiste a tomar alimentos crudos. Cosas que pasan.


El virus malicioso de la consciencia ataca de nuevo.


He escuchado como Iñaki Gabilondo decía en las noticias de Cuatro que el 11 de septiembre cambió el mundo, o mejor, que debía haber cambiado el mundo aunque no lo hizo. Ha dicho que ese acto requería una respuesta nueva, diferente, al ser una manera de atacar nueva y diferente. Pero que el líder del país atacado reaccionó de un modo clásico: atacando más fuerte. Y ha rematado: claro, era Bush.


La lucha nacionalista, limitadora, clasista, segregacionista, que quiere reducir la amplitud del mundo a una demarcación geográfica, a unos colores, a unos sonidos. Cómo deforma la historia a su conveniencia. Cómo se vuelven más ricos a costa de los más pobres. Los pactos inmorales. Las conductas sin ética. La política.


Hombres a caballo armados con lanzas afiladas atacando unos toros. El griterío de la gente, la televisión filmando para pasarlo en las noticias, como una noticia divertida.


Unos padres que han montado un circo. Una niña muerta.


El dolor que no cesa en mi estómago vacío.


En una reflexión anterior decía que tengo una teoría: más de los dos tercios de la humanidad está formada por bárbaros. Bárbaro quiere decir sin piedad, luchando por la supervivencia a costa de todo, la soledad humana traducida en insolidaridad.


Tanto que hemos avanzado tecnológicamente, tanto que hemos avanzado en ideas modernas, y sin embargo los dos tercios de la humanidad sigue bárbara.


Se me hace difícil comprender.


El denominador común de todo esto es matar. Matar personas, matar animales, matar libertades. Sin piedad alguna. Fría e impunemente. O sí, disfrazados los asesinos de multíples maneras: para defendernos de los que quieren invadirnos o que pensemos como ellos, para defender nuestras ideas -que son las únicas buenas-y los que estén en contra que mueran -lo eligen ellos al no aceptar nuestra supremacía- así que se jodan, para defender a lo que más amo-mis cojones, mi mujer, mi hombre, mis hijos, mis tierras, mi televisor de plasma -que vale una pasta oiga y yo no gano bastante-, para defendernos de defendernos-por aquello de que la mejor defensa es el ataque- y un largo etcétera.


Pero es mentira.


Es para intentar escapar del miedo a la muerte. Para matar la consciencia de que apenas somos un suspiro en el devenir del universo. Que no somos nada. Que ahora estamos aquí y al instante siguiente un aneurisma, o un infarto, o un conductor borracho, o el cáncer, o algo, nos quita la vida y ya no estamos nunca más aquí.


Es por la cobardía de no asumir nuestro destino -que no es otro que morir- y vivir nuestras vidas con autenticidad, con intensidad, con valor.


La impiedad es signo de barbarie. Sí, es cierto. Sólo alguien bárbaro carece de piedad. Cuando a alguien no se le rompe el corazón cuando ve niños morir de hambre -no en Africa sino en ese barrio del extrarradio de su ciudad- cuando ve esa tristeza infinita en los ojos de los ancianos-no en un geriátrico, sino en el parque de su barrio-, cuando ve quemar bosques y a toda vida que habita en él-no en Grecia sino a pocos kilómetros de donde vive-, y se queda impávido, sigue comiéndose la cena y espera a la próxima noticia, esa persona, ese alguien, es un bárbaro.


Los homosexuales se pueden casar y vivir su sexualidad libremente. Es un enorme avance. Se puede operar el corazón malformado en un feto cuando aún está en el útero de su madre. Eso es un grandioso avance.


Pero hay algo en lo que no hemos avanzado nada.


Seguimos sin piedad.


Seguimos sin conmovernos por lo que nos rodea.


Mirando sólo por nuestro bienestar efímero y banal.


No estamos dejando nada para nuestros hijos.


Seremos la especie que se extinguió porque no aprendió a convertir la piedra de su corazón en lágrimas.




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